viernes, 18 de julio de 2014

El arte de compartir(ar)te

Es completamente hermosa, como puede serlo el arte en todas sus formas. Y ella era una pintura viva, una canción atrás de otra. Incluso sus defectos eran la mezcla equivocada de colores que le daban el toque único a una obra, la nota que suena raro y te hace dudar si es un error o está puesta ahí a propósito y que, además, ya forma parte de la canción por lo que no la imaginas sin ella. Pero sobretodo ella es arte porque su belleza podrá ser subjetiva pero a mí me genera algo. En verano, al acostarse le gustaba jugar a ser un iceberg. No importaba la temperatura que hiciera, ella se tapaba casi en su totalidad pero siempre un brazo o una pierna se escapaban de la sábana. La pequeña punta del gigante de hielo, la tentadora porcioncita de piel que me llevaba a seguirle el juego y transformarme en el capitán de un barco destinado a naufragar en el mar de nuestra cama, dando bocanadas de su boca y buscando su cuerpo para aferrarme y no soltarme porque es lo único que me mantiene a flote. Eso era hacer el amor: flotar. Una sensación tan única que me hacía olvidar todo, sólo podía disfrutar del momento. Incluso después de desplomarme contra la cama quedaba en un impass, como si el alma tardara más en volver al piso. Como toda obra de arte bien apreciada, en algún momento dejó de ser de sus creadores y el mensaje original, junto con su belleza real, pasaron a ser meramente cuestiones de interpretación. Una canción que se valía por si misma, que podía ser interpretada de infinitas maneras y que ella misma parecía, por momentos, cambiar su perspectiva. A veces uno hace suya una canción, de tanto escucharla, de tanto sentirla. Pero un buen día viene alguien y te dice que esa canción también es suya. Te das cuenta que entiende algo completamente distinto de ella y la vive de otra manera pero ¿Cómo negarle que sea suya? Ni siquiera era mía en un principio. Sus compositores lo entendieron, hoy lo entiendo yo. Una canción (y su significado) no cambiará para mí pero nunca será mía.

lunes, 14 de julio de 2014

El fracaso de la derrota.

Hay derrotas que no ganan, fracasos que fracasan en su afán de hacernos sentir que perdimos. Debería existir un término para eso. No alcanzar un objetivo no siempre implica derrota, mucho menos fracaso o ni hablar de pérdida. Sea en el ámbito que sea, deportivo, laboral, artístico, personal o lo que sea, debería existir un término que explique esa sensación de no levantar un trofeo pero sentirse realizado, darlo todo, intentar, aguantar, pelear, esas cosas que no se ven reflejadas en un marcador, en ningún premio de ningún tipo más que la satisfacción personal de saber que no queda nada más para dar y que se hicieron las cosas lo mejor que se pudo. No está mal esperar más de uno mismo ni de nadie, exigirse y exigir un poco más, sólo para ver hasta dónde puede extender uno su límite pero no hay que sentirse derrotado o que hemos fracasado por no lograr estirar ese límite. Sí es bueno conocerlo y visitarlo seguido. Quizás, sin darte cuenta, se te escapa algún paso y lográs correr esa línea y un día mirás para atrás y te encontrás más lejos de lo que pensabas.